PLAGUICIDAS: SUSTANCIAS DE ALTA PELIGROSIDAD

Uno de los temas de salud pública que ha quedado en el olvido ante los esfuerzos de, prácticamente, todas las autoridades sanitarias del mundo para encontrar una vacuna contra el COVID-19 tiene que ver con el uso de plaguicidas en la agricultura, los cuales han sido empleados de manera excesiva o inadecuada, exponiendo a poblaciones a sustancias dañinas para su organismo, no obstante que cumplen una función muy importante en el control de enfermedades transmisibles como dengue, paludismo y tifo, entre otras.

La demanda de alimentos se ha incrementado considerablemente en algunas regiones del planeta, situación que ha obligado a los agricultores a emplear productos químicos (algunos de alta peligrosidad) para mejorar la calidad de sus productos y de paso, “mantener a raya”, como se dice comúnmente, a ciertas plagas y organismos que causan severas afectaciones a los cultivos, pero el uso desmedido y sin vigilancia de estos productos puede constituir una amenaza severa a los derechos a la alimentación, al agua salubre, a un medio ambiente sano y a la salud de las personas, como lo constató la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) cuando emitió la Recomendación 82/2018 a diversas autoridades, con el propósito de que adopten medidas para regular el manejo y utilización de plaguicidas de alta peligrosidad.

Según cálculos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), “el autoenvenenamiento o suicidio por la ingestión prevenible de un plaguicida asciende a 370 000 muertes cada año”, además de que el uso de estos puede llegar a contaminar depósitos de agua potable -superficiales o subterráneos- que son generalmente aprovechados por personas y animales, desencadenando con ello la aparición de enfermedades como cáncer o el deterioro de los sistemas reproductivo, inmunitario o nervioso.

 

En el caso de México la CNDH detectó en su investigación que el marco normativo sobre plaguicidas ofrece la posibilidad de utilizar y comercializar sustancias de alta peligrosidad no sólo para la salud pública, sino también para los animales y el medio ambiente. Prueba de ello, es la alarma que se ha generado, inclusive en todo el orbe, por el descenso en la población mundial de abejas y otros insectos indispensables para la polinización y el mantenimiento de los ecosistemas en diferentes regiones.

De acuerdo a la organización Greenpeace, “sin la polinización entomófila (realizada por insectos) aproximadamente un tercio de los cultivos que consumimos tendrían que ser polinizados por otros medios o producirían una cantidad de alimento significativamente menor y (…) bajaría la productividad de hasta un 75% de nuestras cosechas”, además de que muchas de estas sustancias terminan en el mar, afectando su biodiversidad.

Por ello, hay que recordar que el Objetivo 12 de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), pide fomentar el consumo y la producción sostenibles que, además de contribuir de manera sustancial a la mitigación de la pobreza, permitan transitar hacia economías verdes, evitando la degradación del medio ambiente, por lo que es preciso retomar la solicitud realizada por la CNDH en el documento recomendatorio mencionado, para para normar y, en su caso, prohibir el uso de plaguicidas de alta peligrosidad en nuestro país, pues también causan perjuicios a la salud de personas trabajadoras del sector agrícola -entre ellos niñas, niños y adolescentes- quienes, muchas veces, los utilizan sin la protección adecuada.